martes, 21 de abril de 2015

Los dilemas del islam: la reforma pendiente



Una batalla de ideas se libra en el mundo musulmán. 

El empuje de los salafistas acalla las voces de quienes abogan por una interpretación moderna de la religión

Peregrinos a la Meca dan vueltas a la Kaaba. / HASAN SARBAKHSHIAN (AP)


Las noticias acerca de la aterradora violencia en el mundo musulmán, de Nigeria a Afganistán, y las que hablan de islamistas extremistas, de Europa a Yemen, llevan a los occidentales a preguntarse cada vez con mayor fuerza si el islam necesita una reforma. En otras palabras, si podría beneficiarse de algo similar a la Reforma protestante en Europa, que en último término condujo a la Ilustración y al Siglo de las Luces, de los que todos somos herederos y beneficiarios. Lo que este planteamiento olvida a menudo es que aquella reforma fue un periodo largo y extremadamente violento que provocó la muerte de millones de europeos, en especial durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Si bien es cierto que el deseo de una reforma para los musulmanes no debería sugerirse a la ligera, lo cierto es que, en realidad, el islam ya está experimentando una reforma en la actualidad, y todos nosotros somos sus testigos. 

Muchos de los mismos rasgos que condujeron a los cambios en Europa hace cinco siglos son evidentes hoy en el mundo islámico, en especial entre la secta suní mayoritaria, que representa alrededor del 85% de los musulmanes. Como entonces, la autoridad religiosa tradicional ha experimentado una enorme pérdida de prestigio; centros de aprendizaje y guías espirituales en otro tiempo venerables, como la Universidad Al Azhar en Egipto, están dominados por los Gobiernos. Se han convertido en meros portavoces que proporcionan cobertura religiosa a cualquier medida ilegítima o impopular que la autoridad política desee. El clero de formación tradicional ha perdido el prestigio social y la autoridad moral que ejercía en el periodo premoderno. Mientras esto ocurría, han tenido lugar otros dos cambios, de nuevo muy similares a los acaecidos en la historia europea. El primero es la difusión de la alfabetización masiva, de tal modo que en el mundo árabe actual muchos saben leer y, lo que es más importante, se sienten capacitados como individuos para interpretar las escrituras religiosas. El segundo cambio es la difusión barata de materiales impresos e información, mucho más fácil ahora, en la era de Internet y de las redes sociales. 

El efecto acumulativo de estos cambios ha conducido a una fragmentación de la autoridad y a un auge de voces múltiples —y opuestas— acerca de qué constituye una interpretación y una práctica correctas del islam. Como consecuencia de todo ello, hay una batalla de ideas en marcha. 

De momento, los vencedores son los salafistas o wahabíes, musulmanes suníes que defienden una interpretación literal del Corán y de las tradiciones de Mahoma [plasmadas en los hadices, breves relatos en los que se recogen palabras del profeta] porque constituyen las enseñanzas originales del islam. Los salafistas, que no son siempre violentos o militantes, son reformistas que desean en último extremo recuperar la autenticidad, y se presentan como los verdaderos musulmanes, diferentes de otros cuyas enseñanzas se han ido corrompiendo a lo largo del tiempo por la adopción de influencias no musulmanas. Ese punto de vista es, por supuesto, una proyección moderna sobre el pasado de un imaginario islam verdadero, que sirve a los actuales objetivos sociales y políticos de los salafistas. Uno de sus objetivos, sin embargo, es el de desacreditar otras interpretaciones del islam, en especial las sostenidas por chiíes y sufíes. Si se disculpa la analogía imprecisa, podríamos considerar a los salafistas como unos calvinistas musulmanes de nuestros días, que pretenden reformar el islam imponiendo una versión intransigente y antihistórica de la fe. 

Hay otros reformistas musulmanes, del tipo que muchos europeos apreciarían, que abogan por una interpretación tolerante y democrática del islam, pero sus voces quedan enmudecidas por la crudeza de los salafistas. Para empezar, esos musulmanes liberales tienen un temor justificado a estos últimos, que son inmisericordes con sus adversarios. En segundo lugar, a los musulmanes liberales se les suele ver como protegidos de los Gobiernos, como el de Egipto, cuyo líder, el presidente general Abdelfatá al Sisi, ha afirmado también que el islam está terriblemente necesitado de reforma y de interpretaciones novedosas que contrarresten las de salafistas-yihadistas. Los liberales son despachados por algunos como defensores de los regímenes autoritarios o, aún peor, como agentes de los valores y las maquinaciones occidentales. Como tales, su influencia es limitada, por ahora al menos. 

La reacción del resto del mundo musulmán ante el ascenso violento de los radicales podría tardar años 

Este proceso reformista en marcha puede durar años, incluso siglos, y su desenlace final es totalmente impredecible. Lo que sabemos es que los salafistas han tomado la delantera. Es previsible que el resto del mundo musulmán les dé la espalda y reaccione ante su ascenso violento. Pero esa reacción también podría tardar años. 

Esta reforma del islam sería de interés solamente académico si no tuviese una dimensión política y combativa que ha adquirido ya categoría mundial. ¿Cómo se explica la violencia política? Muchos musulmanes se sienten política y militarmente débiles y humillados, y algunos desean firmemente revertir esa situación recuperando la gloria y el poder que los musulmanes disfrutaron en un pasado lejano. Granada y Al Andalus desempeñan una función emblemática a este respecto, porque representan la cumbre del poder pasado. Grupos salafistas como Al Qaeda y el Estado Islámico consideran que el origen de la debilidad musulmana radica, por una parte, en el abandono de las verdaderas enseñanzas de la fe y, por otra, en los incansables ataques de los infieles contra los musulmanes. Al fin y al cabo, Dios ha prometido en el Corán que a los verdaderos creyentes se les dará el poder sobre la tierra (capítulo 24, versículo 55), y en consecuencia el actual orden en el que dominan los no musulmanes es una aberración que debe corregirse. Para ello, los musulmanes deben purificar su fe, pero también luchar activamente contra los no creyentes. 

Para los yihadistas salafistas, los enemigos infieles no son solo los países y la civilización occidentales, sino también los despóticos Gobiernos apóstatas que mandan en buena parte del mundo árabe e islámico, regímenes como el de Riad, El Cairo y otros lugares. Para anular la decadencia islámica y recuperar el poder, los yihadistas salafistas llaman a los musulmanes a la lucha armada, un deber religioso abandonado por los musulmanes que ahora debe retomarse. La yihad es la única forma de recuperar el poder y, dado que el enemigo es tan abrumadoramente superior, todos los métodos de resistencia y acción violentas están permitidos. De hecho, los yihadistas salafistas ordenan a los musulmanes ejercer por su cuenta actos de violencia siempre que se les presente la oportunidad. Dios dará la victoria a sus creyentes, porque lo ha prometido en las escrituras. 

La autoridad religiosa tradicional ha experimentado una enorme pérdida de prestigio 

El Estado Islámico representa la interpretación más extrema y violenta de esta visión literalista del islam. Se centra en combatir a los enemigos, en especial a los chiíes, porque los considera herejes capaces de destruir la fe desde dentro. Pero el Estado Islámico también da la bienvenida a una guerra con Occidente, porque considera que está librando una batalla apocalíptica por el destino del mundo y busca la redención y la gloria que Dios les ha prometido a los creyentes. Al mismo tiempo, sin embargo, esta organización ha establecido un Estado de hecho, con ministerios, tribunales y servicios sociales, todo a semejanza del régimen islámico de los siglos VII y VIII, con un califa como líder. Esta forma de gobierno es utópica y se presenta como un orden político virtuoso que sigue las leyes y la guía de Dios. 

El Estado Islámico ha seducido a numerosos musulmanes que han emigrado a su territorio. Lo que empuja a estos emigrantes es el deseo de hallar una alternativa a la realidad política y social en la que se encuentran y que dista mucho del ideal imaginado y ansiado. El Estado Islámico es la manifestación más clara de la reforma que se está produciendo en la actualidad, pero su realidad es brutal, como pronto han comprendido algunos emigrantes, y su excesiva violencia es insostenible a largo plazo, porque hace la vida imposible. En consecuencia, es improbable que el Estado Islámico perdure mucho, pero la razón para su existencia —a saber, el deseo de los musulmanes de reformar su religión, adquirir poder y obtener el lugar que les corresponde en el mundo— seguirá insatisfecha. Para que esto se resuelva, la reforma debe seguir su curso, como lo hizo en Europa. 


Bernard Haykel es catedrático de Estudios sobre Oriente Próximo en la Universidad de Princeton. Traducción de News Clips

Publicado en: El País

Las dos principales ramas del islam









Un rompecabezas religioso


En 1979, un ladino ayatolá Rujolá Jomeini aprovechó el descontento popular hacia la dictadura del último sah de Persia, Mohamad Reza Pahlevi, para alterar los equilibrios estratégicos de la Guerra Fría y trocar la historia de Oriente Próximo. En aquellos tiempos de telones de acero y películas de espías, el socialismo árabe y las monarquías coloniales habían dejado paso a una sucesión de tiranías militares —Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Siria, Irak— y viejas autocracias musulmanas —Arabia Saudí, Marruecos, incluso Jordania— que habían asfixiado cualquier tipo de oposición, especialmente si su naturaleza era islamista o salafista. Asido al populismo, Jomeini resucitó un conflicto político surgido tras la muerte de Mahoma —convertido siglos después en una disputa doctrinal— y lo transformó en una nueva batalla por la supremacía en el islam. 

Cuatro décadas después, Irán —único país chií del planeta— y Arabia Saudí —principal reino suní— dirimen una contienda política que en los últimos años ha devenido en una cruenta guerra confesional de amplios y variados frentes. El islam se escindió en dos corrientes tras el deceso del Profeta, que no designó sucesor. Aquellos que consideraban que el liderazgo del protoestado debía corresponder a sus compañeros más cercanos son identificados hoy como los suníes; quienes respaldaban las pretensiones de Alí ibn Talib, yerno y primo del Enviado de Alá, se conocen como chiíes. En el año 661, un jariyí [disidente chií] decapitó a Alí en la mezquita de la ciudad de Kufa (Irak). Diecinueve años después, los suníes borraron gran parte de la estirpe de Alí en la batalla de Kerbala (Irak). Desde entonces, los chiíes se han quebrado en tres brazos y los suníes han disfrutado —hasta 1924— del califato, divididos en cuatro escuelas de pensamiento, huérfanos desde entonces todos ellos de una referencia única —ni política, ni religiosa— para los más de 1.200 millones de fieles (en torno al 85% suníes) que avanzado el siglo profesan la última de las tres religiones monoteístas. 

Derrocado el sah —gendarme de EE UU en Oriente Próximo desde el fin de la II Guerra Mundial—, Occidente descargó el peso de su geoestrategia política sobre Arabia Saudí, pese a que en el reino del desierto impera el wahabismo, una interpretación literalista y casi herética del islam suní de la que se nutren la mayoría de los movimientos radicales islámicos del mundo (como Al Qaeda) y que comparte características con el actual Estado Islámico. Y aisló a Irán, transformado en el enemigo y en el paria de la región. Una relación interesada sostenida en las vastas reservas saudíes de crudo, que durante años han servido de venda en los ojos de Occidente frente al papel de Riad en el surgimiento del yihadismo y sus sistemáticas violaciones de derechos humanos. 

En 2011, preocupado por el repunte de la violencia en Irak y el brote de las después fallidas primaveras árabes, Barack Obama tomó una decisión tan polémica como histórica. Arrinconó tres décadas de animadversión recíproca y autorizó negociaciones secretas con Irán. El presidente norteamericano asumía así un análisis que había sido desechado durante años por su predecesor: que cualquier solución a los conflictos de Oriente Próximo —incluido el palestino-israelí— demanda la presencia de los ayatolás en la mesa de los comensales. Irán sostiene el Gobierno chií en Irak; influye en el régimen dictatorial de Bachar el Asad; mantiene estrechos vínculos con el movimiento chií libanés Hezbolá y financia desde su origen al movimiento palestino Hamás (aunque este sea suní). Además, es el principal sostén de los grupos Huthi en Yemen en su lucha contra el Gobierno suní de Saná, vasallo de Arabia Saudí. Un Irán que mantiene, además, rentables relaciones políticas y comerciales con la Rusia de Putin, la Turquía del suní Erdogan y la China poscomunista. 

El diálogo secreto ha fructificado en un preacuerdo nuclear que ha irritado por igual a Israel y Arabia Saudí, durante años extraña pareja de aliados frente a las aspiraciones persas. La inminencia del acuerdo ha exacerbado las diferentes guerras que Riad y Teherán libran desde hace decadas a través de sus aliados en la región por la preeminencia en el islam. Al tiempo que Irán y la comunidad internacional avanzaban en Lausana (Suiza), comenzó a arreciar de nuevo el largo y enconado conflicto en Yemen; y la oposición suní en Siria se preparaba para retomar la lucha contra el dictador proiraní. Solo un grupo ha concitado el rechazo de los dos rivales: el autoproclamado Estado Islámico, arraigado en el este sirio y las regiones suníes de Irak. Pero incluso en esto existe una marcada diferencia: mientras que Riad lo observa como una amenaza a su liderazgo en el islam suní, el régimen de los ayatolás entiende que es una oportunidad —su derrota solo es posible con la intervención de Irán— para reclamar la bandera que le fue arrebatada a los chiíes 14 siglos atrás. 


Javier Martín es autor de Suníes y chíies y Estado Islámico. Geopolítica del caos (Los Libros de la Catarata).


Fuente: El País