“Nunca imaginamos que íbamos a hacer una revolución. Esperábamos sólo unos cuantos miles de personas”. Así cuentan unánimemente los activistas egipcios sus expectativas sobre la protesta del 25 de enero de 2010 que, hace ahora poco más de un año, inició el principio del fin de la era Mubarak, cuya dimisión llegó el 11 de febrero. Siguiendo la chispa encendida en Túnez, la llama revolucionaria había prendido en Egipto. “Siempre anacrónica, inactual, intempestiva, la revolución llega entre el ‘ya no’ y el ‘todavía no’, nunca a punto, nunca a tiempo. La puntualidad no es su fuerte. Le gustan la improvisación y las sorpresas. Sólo puede llegar, y esta no es su menor paradoja, si (ya) no se la espera”, nos recordaba certeramente Daniel Bensaïd.
Aunque imprevista en su magnitud, la rebelión no nació de la nada. Fue la culminación de un largo periodo de renacimiento de las luchas sociales como consecuencia del impacto de las políticas neoliberales del régimen que comportaron una fuerte polarización social, la generalización del paro y la subocupación y la extensión de la pobreza absoluta hasta el 40% de la población, cuya precaria situación quedó patente con la subida de los precios de los alimentos en 2008 y los años subsiguientes.
La juventud, con un peso destacado de las mujeres jóvenes, fue la protagonista de la revolución del 25 de enero. Sin su empuje, el dictador aún permanecería en su sitio. Pero contrariamente a algunos relatos interesados, no fue la egipcia una revolución sólo de la juventud y de las clases medias, pues los trabajadores fueron decisivos en las jornadas de febrero.
Si bien la caída de Mubarak no fue una “facebook (o twitter) revolution”, como a veces superficialmente se ha presentado, las nuevas tecnologías jugaron un papel determinante, en conjunción con un medio tradicional como la televisión a través de Al Yazira. Las redes sociales y la telefonía móvil tuvieron un rol de aceleradores y precipitadores, favorecieron el trabajo horizontal y en red y actuaron como espacios de politización.
Desde el derrocamiento del dictador, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), que rige los destinos del país, ha intentado pilotar una “transición ordenada” en la que “todo debe cambiar para que no cambie nada”. La desautorización de cualquier protesta, y en particular de las huelgas, se ha combinado con la represión política, con más de 12.000 ciudadanos juzgados por tribunales militares en un año. En esta estrategia de cambio limitado y controlado desde arriba, el CSFA ha establecido una alianza de conveniencia con los Hermanos Musulmanes, principales beneficiarios de una transición por vías institucionales. La junta militar ha sido cómplice también de la violencia salafista hacia la minoría cristiana copta, para desviar las reivindicaciones democráticas, sociales y de clase hacia enfrentamientos sectarios.
Las elecciones del pasado noviembre mostraron, como era previsible, la fortaleza electoral y social de los Hermanos Musulmanes, la única organización política con arraigo real y con legitimidad histórica como fuerza opositora. Su proyecto, no exento de contradicciones y de dificultades para articular los intereses de una base social heterogénea, combina un programa económico neoliberal con una política reaccionaria en el terreno de los valores, la familia y la religión.
A pesar de que el islamismo es la principal fuerza organizada y el beneficiario inmediato del cambio de régimen, por primera vez en décadas emergió una corriente significativa de radicalización social al margen de este, que no satisface las aspiraciones de libertad y justicia social de parte de la juventud. Se ha abierto así la base para la reconstrucción, desde un nivel muy bajo, de la izquierda política y social y para poner fin a su declive desde finales de los setenta.
Las protestas en Tahrir y la represión en noviembre y diciembre supusieron la entrada en una segunda fase de la revolución en la que la Junta Militar es ya el blanco de la crítica. Aunque los sectores activistas nunca tuvieron confianza en el Ejército, gran parte de la población lo veía en febrero como un aliado y un garante del cambio. Este segundo estallido social representa un salto adelante en la conciencia política de un sector amplio del pueblo egipcio y de su comprensión de los mecanismos de poder y de la naturaleza de las fuerzas armadas.
Un año después de su inicio, y en un contexto de deterioro económico, la revolución egipcia tiene un desenlace abierto y vive desgarrada entre las fuerzas que quieren darla por terminada y las que quieren continuarla. Su gran victoria ha sido la recuperación de la confianza en la capacidad colectiva para transformar el mundo, tras años de frustración y descomposición social y de ausencia de perspectivas. Pero las conquistas democráticas son todavía frágiles. Las sociales son escasas y la situación de las mujeres está plagada de incertidumbres y nubarrones.
Los procesos revolucionarios no son lineales ni rectilíneos y están poblados de frenazos, acelerones y curvas imprevistas. El reto ahora es ir hasta al final, completar la revolución y conseguir cambios económicos y sociales de calado. Revolución y contrarrevolución libran en el país de los faraones un pulso permanente en el que cada una apela respectivamente a la solidaridad y a la ilusión y al egoísmo y al miedo. En otras palabras, la contrarrevolución busca aflorar lo peor del ser humano. La revolución, lo mejor.
Artículo escrito por Josep Maria Antentas y Esther Vivas. Josep Maria Antentas, profesor de sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Esther Vivas, miembro del Centre d’Estudis sobre Moviments Socials de la Universitat Pompeu Fabra. Publicado en Público, 01/02/2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario