Seguidoras de los Hermanos Musulmanes en una protesta en El Cairo Foto: Steve Crips REUTERS |
Publicado por Ana Carbajosa en el diario El País.
En las callejuelas embarradas de Sakid Miki solo hay lugar para pósteres de Mohamed Morsi. El candidato de los Hermanos Musulmanes, que se adjudica la victoria de las presidenciales del pasado fin de semana, es de lejos el preferido en este suburbio de El Cairo, en el que la gente compra medicinas a plazos y pañales por unidades. La pobreza que se ve y se huele en Sakid Miki hace que algunos campos de refugiados palestinos resulten confortables comparados con este lugar, en el que basura, animales y personas conviven como pueden.
Aquí, al imán Mahmud Ali se le recibe con honores propios de Mr. Marshall. Es el encargado de distribuir la ayuda que los grupos islamistas —Hermanos Musulmanes y salafistas entre otros— hacen llegar a los que menos tienen por todo el país. “Buenos días, señor Ali. Enhorabuena por la victoria de Morsi”, le saludan por la calle. El imán explica que él no pertenece a la Hermandad, pero que comparte su ideología y canaliza parte de su ayuda, porque ese es el deber de todo musulmán.
En uno de sus locales, el imán guarda mantequilla, aceite, arroz y víveres en general, que reparte entre los vecinos de este barrio. Para muchas familias, a las que el Estado ha olvidado durante décadas, en un país en el que un cuarto de la población vive por debajo del nivel de la pobreza, la ayuda de los islamistas resulta vital. Además de la comida, los islamistas ofrecen financiación, ayuda médica y educación religiosa gratis para una población en la que algo más del 35% no sabe ni leer ni escribir.
El imán, que también es ingeniero a tiempo parcial y que ha vivido en Arabia Saudí, fue víctima como muchos otros islamistas de la represión a los barbudos durante la era Mubarak. “Me detuvieron cinco veces. Cada vez me encerraban en una celda durante diez días. Me ataban las manos y me colgaban del techo como a un trozo de carne. Después me daban descargas eléctricas día tras día. Querían saber los nombres de las personas que financiaban la ayuda islámica, pero yo le había prometido a Dios que no respondería”, explica este hombre con barba y sin bigote que viste traje de chaqueta. Luego llegó la revolución que destronó al rais hace 16 meses y después el ascenso político de los islamistas. No hay todavía resultados oficiales de las presidenciales, pero Ali ya camina por el suburbio con andares de vencedor.
En una de las casas a las que presta asistencia vive una mujer divorciada con sus cuatro hijos. La vivienda se cae a trozos. Una de las hijas, Saadeah, de 20 años, saluda desde una cama en la que lleva postrada desde hace cinco años. Un fallo durante una operación médica paralizó sus piernas de por vida. En la mezquita les proporcionan las medicinas que necesita. Además acaban de darles una cocina nueva. Esta joven no ha votado porque ni siquiera tiene carné de identidad, pero el resto de su familia sí. “Aquí todos queremos a Morsi. Es un hombre bueno; un hombre religioso que no será corrupto”, interviene su madre. Ya de salida, el imán le pide a Saadeah que no se preocupe, que él le tramitará el carné.
Fuera, en la calle, el calor es insoportable. Las mujeres van todas veladas y muchas visten de negro. En un callejón, un hombre carda lana. En una esquina, un grupo de jóvenes trapichea. Es hora de estar en el colegio, pero la calle está llena de niños sin escolarizar.
Unas manzanas de chabolas en vertical más allá, Zeinab Bishir, de 36 años, mira en la televisión a su telepredicador salafista preferido en un cuartucho oscuro que apesta a orín. Cuenta que cada mes, ella recibe azúcar, arroz, macarrones, salsa Maggi, dinero e insulina para su diabetes de la mezquita. Con eso viven los seis miembros de su familia. En seguida enseña orgullosa la yema de su dedo morado, signo de que este fin de semana ha pasado por las urnas. “Voté a Morsi porque será un hombre justo y seguirá las órdenes de Alá”. ¿Y Ahmed Shafiq? “Es un hombre del antiguo régimen, nunca le votaría”, responde.
El imán Ali entra en contacto con estas familias en la mezquita. “Es la mejor manera de conocer a la gente. Es nuestro medio de comunicación”, opina. Antes de despedirse dice que quiere aclarar un punto, al tiempo. Su aclaración da la razón a los que sostienen que el ritmo político de los islamistas es lento y que su estrategia siempre es a largo plazo. “Son injustos los que nos acusan de comprar los votos con comida y medicinas. Nosotros llevamos 20 años haciendo esto. Mucho antes de soñar siquiera con la democracia”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario