En Europa preocupa la brutalidad de algunos actos de represión (incluida la muerte de Gadafi) tras la guerra civil en Libia y la invocación a la sharía del presidente del Consejo Nacional de Transición, Mustafá Abdeljalil. Tampoco agradan los resultados de las primeras elecciones libres en Túnez, donde el islamista Ennahda obtuvo el 41% de los votos. Se piensa que la primavera puede tornarse en crudo invierno amenazando la seguridad y la paz. Se sigue leyendo mal lo que está sucediendo.
Las revueltas árabes se enmarcan en un proceso recién iniciado, que se inscribe en un ciclo histórico global que no está cerrado, de ahí que las predicciones sean arriesgadas. En 1989 (caída del muro de Berlín) y 1991 (colapso del comunismo en la URSS) se cerraron cuatro décadas de guerra fría y siglos de un sistema de equilibrio de poderes que regulaba las relaciones entre las grandes potencias. El nuevo modelo de relaciones internacionales y del poder mundial está por definir. El intento neoconservador de imponer un unilateralismo bajo hegemonía estadounidense legó las herencias de Afganistán e Irak. Hoy parece imponerse un multilateralismo difuso donde nuevas potencias emergentes pugnan con otras en declive por convertirse en actores regionales y globales. Se percibe un mundo menos estable donde las poblaciones se rebelan ante el rol al que parecían predestinadas.
El mundo árabe (concepto que homogeneíza realidades muy diversas) se niega a aceptar resignadamente la perpetuación de dictaduras cuya supuesta legitimidad era frenar el ascenso del islamismo. Un malestar creciente se instaló en esas sociedades —y muy especialmente en una juventud sin futuro— donde a la falta de libertades se unía una creciente desigualdad provocada por la corrupción y el nepotismo de los grupos gobernantes. Las protestas se sucedían arropadas por los movimientos sociales —sindicatos, asociaciones de jóvenes, de mujeres, de licenciados en paro…— y, finalmente, en 2011, estallan las revueltas.
En Túnez, con el trasfondo del levantamiento minero de Gafsa en 2009 apoyado por las secciones locales de la UGTT, el malestar se precipita el 17 de diciembre de 2010 con la inmolación de Mohamed Buazizi en Sidi Buzid. En Egipto, desde 2004, el movimiento Kifaya agrupa activistas de los movimientos sociales y, en abril de 2008, estalla una huelga general en apoyo de los trabajadores de la fábrica textil de Mahalla. Las redes sociales jugaron un papel fundamental en el éxito de la huelga. El catalizador llegó en junio de 2010 con el asesinato del internauta Khaled Said por la policía en Alejandría. El movimiento Todos Somos Khaled Said desembocó en las multitudinarias concentraciones en la plaza de Tahrir que derrocaron a Mubarak. En Libia, familiares de las víctimas y activistas de los derechos humanos, mantenían vivo el recuerdo de los 1.200 presos asesinados en la cárcel de Abu Salim de Trípoli el verano de 1996. De ese recuerdo surgió un movimiento de oposición que se expandió con las redes sociales. En febrero de 2011, la detención de un activista en Bengasi provocó las primeras protestas a las que respondió Gadafi con el Ejército, que bombardeó a los manifestantes, desencadenando así la guerra civil.
Las revueltas son parte, pues, de un proceso más amplio, que aúna movimientos sociales y nuevas tecnologías y en el que los manifestantes comparten objetivos y características: rechazo de las dictaduras y de la represión, exigencia de elecciones libres, jóvenes que reclaman una dignidad secuestrada por las condiciones de unos mercados que los condenan a la emigración, al paro y la indigencia. Pero, es también un proceso heterogéneo que tomará caminos distintos según las particularidades, el contexto y la correlación de fuerzas en cada caso concreto. Y es, sobre todo, un proceso que recién se inicia, que será largo, con avances y retrocesos, y del que solo podemos afirmar que es irreversible porque la geopolítica de África del Norte y Oriente Próximo no volverá a ser la misma.
En definitiva, convendría interiorizar algunas reflexiones:
- Todo proceso de cambio político comporta un riesgo —incluso el de que todo quede igual, pero con otros actores—, de ahí que los temores carezcan de sentido, porque si se acepta la necesidad del cambio (como en la Europa del Sur a mediados de los setenta) hay que aceptar el riesgo que lleva asociado.
- Las sociedades de estos países reclaman poder decidir autónomamente su futuro lo que, contradiciendo la supuesta incompatibilidad entre islam y valores democráticos, puede llevar a configurar sistemas y hegemonías que no siempre serán del agrado de la UE. Pero, mientras que el proceso electoral sea tan transparente como en Túnez, habrá que aceptar a los nuevos interlocutores, porque no deben repetirse los errores de 1992 (Argelia) y 2006 (Palestina).
- Por último, la UE deberá asumir un nuevo escenario geopolítico en el espacio mediterráneo donde aparece con fuerza un actor que puede convertirse en una nueva potencia regional y que, al mismo tiempo, puede servir de modelo a los grupos del islam político financiados hasta ahora con fondos de Riad. Quizás, a no tardar mucho, Bruselas lamentará haber impedido el ingreso de Turquía en la UE.
Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d’Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona.
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