Pese a que se hayan recogido algunos frutos desde la caída de las dictaduras —las elecciones del 23 de octubre a una Asamblea constituyente en Túnez y las del 28 de noviembre a la Asamblea del Pueblo (cámara baja) en Egipto —y aunque se haya desencadenado una guerra civil en Libia, que probablemente haya terminado con la muerte del dictador, y otra amenace en Siria, si es que no hace tiempo que ha empezado, la primavera árabe muestra tonos otoñales que presagian un duro invierno. Frente al optimismo inicial de los jóvenes que se lanzaron a la calle pidiendo libertad, justicia y empleo, hoy pocos dudan de que el proceso será mucho más difícil de lo que ya nos temíamos.
Incluso en Túnez, el país norteafricano más laico, ha enseñado la oreja un islamismo en sus rasgos salafistas más duros. Unos cientos de manifestantes intentaron incendiar una emisora de televisión que se había atrevido a proyectar la película franco-iraní, Persépolis, que consideran blasfema por presentar a Dios en la figura de un viejo con barba, seguida, para más inri, de un debate sobre el integrismo religioso. Con todo, importa recalcar que el partido islamista, Ennahda, condenó la violencia salafista.
También en Túnez el islamismo desempeñará un papel importante, pero será uno moderado que acepte la separación de Estado y religión. No tiene el menor sentido seguir apelando al peligro islamista, como hizo el régimen derrocado, para dificultar que se establezca una democracia medianamente satisfactoria, peligro que exageran sobre todo los que se beneficiaron con la dictadura, pero también algunos medios de comunicación europeos.
Muchísimo más grave es lo ocurrido en Egipto. Después del terrible atentado del primero de enero con un coche bomba a la salida de una iglesia de Alejandría que costó 29 muertos, el domingo 9 de octubre, la represión salvaje de la policía militar ocasionó 26 muertos y cientos de heridos entre los cristianos coptos que se manifestaban pacíficamente por la quema de una iglesia en Asuán. Distintas fuentes, entre ellas el portavoz de la Iglesia católica en Egipto, confirman que los matones que empleaba la policía durante la dictadura de Mubarak fueron los que introdujeron la violencia en la manifestación para justificar la represión policial.
Dos matanzas, una ocurrida antes de la caída del dictador y la otra después, que muestran el mismo perfil. Queda así patente un hecho que, por lo demás, no deja de ser obvio: el poder sigue estando en el Ejército, como ha ocurrido desde el derrocamiento del rey Faruk en junio de 1952 y sobre todo desde que Gabel Nasser se hizo con el poder en 1954. Aunque el Ejército esté dividido entre una fracción nasserista, cuyo tamaño no se trasluce al exterior, y una mayoría pro-occidental, (una ruptura interna que aún podría traernos alguna sorpresa), está, sin embargo, totalmente unido en la búsqueda de una solución “democrática” que garantice la conservación de sus muchos privilegios.
Nada mejor que un choque entre religiones para distraer la atención de los verdaderos problemas. Pese a atizar la violencia entre las religiones, el Ejército se esfuerza en parecer neutral, a la vez que imprescindible para mantener el orden, de modo pueda conservar indefinidamente la posición de fiel de la balanza. Mohamed el Baradei, premio Nobel de la paz en 2005, sin duda el candidato laico que menos gusta al Ejército, hace unos días ha pedido que se confeccione una hoja de ruta que marque claramente las etapas que se han de recorrer para arribar a la democracia, sin recibir, claro está, respuesta alguna.
Aparte del debate más coyuntural en torno a las manipulaciones que se están llevando a cabo en la selección de los candidatos —el Ejército quiere una Asamblea muy fragmentada, constituida en buena parte por candidatos “independientes”, que la mayoría proviene del régimen de Mubarak— la cuestión central que hoy se dirime es el papel que desempeñará el islamismo político. Los Hermanos Musulmanes están divididos entre una minoría que se aferra al proyecto original de un Estado islámico y la mayoría que ha evolucionado hacia un liberalismo conservador que, pese a más de medio siglo de persecuciones, el Ejército podría favorecer como la forma de lograr una cierta estabilidad democrática, conservando poder y prebendas.
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