Publicado originalmente en "África no es un país".
Conocíamos, hace tres meses -los que ejecutamos el tedioso rastreo diario de noticias-, una aseveración por parte del Ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, que, de habérsele dado la justa notoriedad, hubiese enfadado a nuestros vecinos del sur.
Resulta que achacaba el fracaso escolar, en las ciudades de Ceuta y Melilla, a la avalancha de marroquíes en los centros públicos estatales. Nada nuevo en los argumentos de la globalización salvaje sobre el peligro que suponen las descontroladas hordas de inmigrantes para el bienestar de los nacionales. Lo curioso fue la insistencia del ministro en que la “diferencia” marroquí es la que provoca la incapacidad del profesorado para educar ciudadanos política y culturalmente sanos.
De las palabras del político parecía desprenderse la idea de que la juventud marroquí no aplica al aprendizaje idéntico interés y tesón que los chavales españoles.
Evidentemente existen unas diferencias culturales entre los que habitamos la península ibérica y aquellos de nuestros concuidadanos que viven en Ceuta y Melilla. Pero es, cuanto menos, dudoso que la diferencia de cultura deba suponer freno a la educación. Más bien al contrario, debería jalear una mayor riqueza didáctica.
Algo más al sur de Ceuta y Melilla, en la provincia marroquí de Er-Rachidía, el viajero puede encontrar localidades en las que el tiempo se detiene y el tráfago salvaje de la metrópoli comienza a desdibujarse en el horizonte, al ritmo de la marea caliza del desierto cercano. Su ensoñador enclave, entre las serranías del Alto Atlas y las eternas arenas del Sáhara, da vida a una pluralidad lingüística y cultural, entre sus habitantes, de difícil repetición en el resto de la geografía magrebí.
Comarca pues de diversidad étnica en la que la variedad de culturas, dialectos, costumbres y razas, no impide la pacífica convivencia de sus habitantes.
Se asientan en esta ignota geografía, diversas ONG que, al amparo de los exóticos y agrestes parajes que la colman, aprovechan las expectativas de aventuras vitales de numerosos viajeros para reclutarlos en su solidaria tarea de proporcionar a los jóvenes de la zona educación básica gratuita, e incluso acceso al conocimiento de idiomas extranjeros de planetaria importancia, como el inglés.
El joven Milud, que roza ya la frontera de la adolescencia, vive en la ciudad de Rissani, a unos 90 kilómetros de Errachidía, la ciudad más moderna de la zona, al decir de los propios habitantes de la misma. Cierto es que mientras en Errachidía los ciudadanos se desplazan a lomos de ciclomotor o bicicleta, y algunos incluso, de poder permitírselo, en petit taxi, en Rissani utilizan la fuerza motriz animal como principal medio de transporte. Cierto que frente a los comercios, cafés y lujosos hoteles de Errachidía, ofrece su vecina del sur pequeños zocos improvisados, colmados que sirven de dispensario de bebidas y diminutos hostales.
Pero Rissani mantiene orgullosa en la memoria el haber sido antigua capital de la zona y el continuar siendo un punto intermedio entre el Norte y el Gran Sur y, casi, la puerta de acceso al desierto del Sahara. Eso hace que las indicaciones anteriores se limiten al estricto centro urbano, viéndose ya los exteriores poblados de lujosos riads y kasbahs turísticas, entre otros muchos adelantos.
Milud es, aún, feliz en Rissani. Y al igual que las autoridades de la ciudad airean, altivas, su insigne pasado, pasea él con orgullo su origen beréber y las costumbres de sus mayores. Quizás sea su vivo carácter lo que comience a aguijonearle el anhelo de conocer otras ciudades, diferentes ámbitos.
Su vida no es fácil, pero sí plena de oportunidades. Al menos así lo asegura él. De tanto en tanto, Milud tiene que ayudar a su padre en la pequeña carnicería que éste regenta en el mercado de la ciudad. Es un trabajo duro: cargar y descargar los pesos muertos de las piezas que posteriormente habrá que trocear y repartir, para su posterior consumo, entre los ciudadanos de Rissani.
Murad, el padre de Milud, tuvo hace un tiempo lo que gusta denominar, cuando departe con sus compañeros de comercio, como una “revelación”. Al contrario que éstos, Murad comenzó a permitir, a los escasos turistas que establecían Rissani como campo base en sus expediciones a las dunas de Erg Chebbi, que le fotografiasen en pleno ajetreo: al descargar la maza sobre un costillar de ternero, al colgar de un gancho la cabeza de un dromedario, al extraer y limpiar las vísceras que después quedarán exhibidas al albur de las moscas y las miradas de las amas de casa en el fresco mármol de su carnicería.
Asimilados ya los flashes fotográficos, no le resultó difícil a Murad encargarle a su hijo, de tanto en tanto, la misión de acompañar a los grupos de turistas en breves paseos por las callejuelas de la ciudad. La simpatía de Murad calaba en los visitantes extranjeros y encontraba su lógico recipiente en la mirada vivaz de Milud que, sin necesidad de apropiarse de ficticios títulos de “guía oficial”, conseguía dirigir, entre carcajadas y propinas, los pasos de los excursionistas ávidos de nuevas experiencias.
Los grupos de viajeros se dejaban embaucar por la solicitud del pequeño y caían rendidos a la hospitalidad de su familia.
No tardó Murad en dar forma a su “revelación” y acondicionar el pequeño garaje aledaño a la vivienda de adobe en que vivía su familia para que pudiese dar alojamiento a pequeños grupos de extranjeros. Menna, su mujer, comenzó a ampliar sus labores cotidianas para proporcionar a los turistas alojados copiosos desayunos e incluso tradicionales degustaciones de cús-cús y té verde. Milud aprovechaba los itinerarios por la medina para aprender palabras, de los integrantes de aquellos grupos turísticos improvisados: expresiones en inglés, español, alemán, e incluso francés, del que sus conocimientos, dados los escasos medios económicos de la familia, eran mínimos al no poder atender a los horarios dictados por la escuela pública con correcta habitualidad.
A día de hoy, Murad se plantea seriamente si dar cierre a la carnicería para dedicar todo su esfuerzo al negocio turístico. Pero los mastodónticos complejos hoteleros cuajados de parasoles, piscinas, falsos mármoles y apócrifas artesanías beréberes que comienzan a desdibujar los límites de la pequeña ciudad, le disuaden de tan arriesgada empresa. El sueño sólido de Erg Chebbi, las famosas dunas de arena colindantes con la pequeña población, comienza a tornar pesadilla al ritmo de enfurecidos motores de quad y largas borracheras occidentales a la luna del Ramadán.
Sí se ha permitido Murad, por el contrario, emplear a un joven de la familia de su mujer para que ocupe el puesto de Milud y que, así, éste pueda acudir a las clases de idiomas y cultura general que proporciona una pequeña ONG de la zona.
Milud ya no se desplaza en mulo. Ahora tiene una bicicleta. Pero no es fácil el camino y sí muy habitual el tener que enfrentar peligrosas tormentas de arena que le retrasan en sus desplazamientos hasta el pequeño aduar en que dan clases los viajeros extranjeros que alcanzan las deshidratadas costas del Sáhara con el ánimo de conocer nuevas culturas y dar a conocer la propia.
No es fácil la vida de Milud, doy fe, pero su disposición al aprendizaje, su pasión por las lenguas extrañas, sus ganas de labrarse un futuro lejos de la pequeña población, han conseguido convencer a Murad para que éste comience a hacer gestiones orientadas a la escolarización de su hijo en una ciudad del norte del país. Una ciudad muy cercana a las de Ceuta y Melilla.
(Pablo Cerezal, escritor, viajero, colaborador en distintas ONG y profundo conocedor de Marruecos. Acaba de publicar su primera novela, Los Cuadernos del Hafa, cuya fascinante historia transcurre en el país vecino, y mantiene activo el blog Postales desde el Hafa, así como colaboraciones literarias y de crítica cinematográfica en diversos medios online.
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