La promesa del gran despertar árabe está en el norte de África.
Las sociedades magrebíes han recorrido ya un largo camino de modernización y apertura.
Publicado en "El País" por Jordi Vaquer.
Cuando muchos analistas pensábamos que Argelia, con un presidente gravemente enfermo, una prensa crítica y una población frustrada, se encontraba al borde de un colapso de efectos imprevisibles, fue en Túnez donde estalló la revuelta que transformó el mundo árabe entero… con la excepción, precisamente, argelina. La sociedad tunecina, a la que se tuvo por sofocada y conformista, se mostró primero valiente y rebelde y luego votó mayoritariamente por un partido de corte islamista a pesar del orgullo con el que el país reivindica su legado igualitario y laico. Ahora, cuando muchos temen que a la corta primavera árabe le pueda seguir un largo invierno fundamentalista, todo parece indicar que Libia vuelve a cambiar el pie y descarta la opción islamista en sus primeras elecciones libres en cuatro décadas. El Magreb no deja de sorprendernos con su inusitado protagonismo en un mundo árabe en transformación.
En cierta medida, la sorpresa viene del desconocimiento, de los tópicos caducos con los que nos hemos venido aproximando a la región. Ninguno más manido que el de la supuesta bomba demográfica magrebí. Políticos populistas, periodistas desinformados y conversaciones de café vienen alimentando el imaginario popular de hordas de norteafricanos pobres forzados a tomar Europa al asalto por la presión de un crecimiento poblacional desbocado. Pero los países del Magreb están completando una transición demográfica y sus tasas de natalidad, en niveles parecidos a Francia o Irlanda, están en torno a las que garantizan una población estable. Los dos hijos por mujer en Túnez o Argelia andan mucho más cercanos a los bajísimos registros de sus vecinos del norte, Italia y España, que a los seis a siete hijos de media en Níger y Malí, sus vecinos del sur.
La natalidad es solo un aspecto del cambio en estas sociedades y es, a su vez, motor de otras transformaciones. Las mujeres sufren de la discriminación por la que los países árabes son notorios, pero han sabido aprovechar, sobre todo en Túnez, las oportunidades de legislaciones relativamente menos restrictivas, bodas más tardías, menos hijos y su incorporación masiva a todos los niveles de educación. Los jóvenes, muchos de ellos trilingües, demostraron con los eventos del año pasado estar listos para una sociedad mucho más abierta y conectada. La emigración ha frenado su ritmo pero ofrece nuevos réditos: no son ya las remesas enviadas a las familias tanto como el enorme potencial de las nuevas generaciones de euromagrebíes, vectores de apertura social y económica, dispuestos a labrar proyectos personales, profesionales e incluso empresariales a caballo entre las dos orillas del Mediterráneo.
Ahora los sistemas políticos deben alcanzar a estas sociedades magrebíes que se les adelantan en busca de nuevas oportunidades. La imagen patética de Ben Ali intentando aplacar una revuelta protagonizada por la generación de sus nietos con su tristemente famoso “os entiendo”, su ridiculización por cibernautas, raperos y manifestantes, ilustra la necesidad de regeneración profunda en los sistemas de gobierno norteafricanos. El camino al restablecimiento de la legitimidad no está siendo fácil, y todavía llevará sobresaltos e inestabilidad mientras los países del Magreb construyen regímenes más acordes con sus nuevas realidades sociales y aspiraciones ciudadanas.
Por si no fuesen suficientes las dificultades propias de cada país magrebí, la región ha visto cómo todo su vecindario se desestabiliza. A su inmediato sur, Malí es el nuevo epicentro del arco de inestabilidad saheliano que se extiende del Atlántico hasta el mar Rojo. Al este, Oriente Próximo se consume entre crisis que no se cierran en Líbano, Palestina e Irak, la violenta espiral por la que desciende Siria y la amenaza de un gran conflicto abierto entre Irán e Israel o Arabia Saudí. Al norte, Europa podría ayudar a anclar a un Magreb que sigue íntimamente vinculado a ella en lo humano, económico y cultural, pero los países europeos más cercanos y más sensibles a sus preocupaciones se hallan absortos en su crisis económica.
Todo el Mundo Árabe está pasando una enorme convulsión. En el Golfo, poco ha cambiado más allá de Yemen en el plano interno, a pesar de los innegables avances en cooperación regional. En Oriente Próximo, los levantamientos populares se han sumado a otras fuentes de inestabilidad crónica para configurar un panorama complejo y explosivo, en particular en Siria. La promesa del gran despertar árabe está por tanto en el norte de África, menos sometido a la presión geopolítica. El Magreb sorprende y promete, no porque sus gobernantes tengan más visión, sino por la emergencia de unas sociedades que, bajo el pétreo manto de sus corruptos regímenes que ahora se resquebraja, recorrieron ya un largo camino de modernización y apertura.
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