domingo, 13 de diciembre de 2020

Política migratoria: la década perdida

La acción pública en materia de migraciones no puede basarse solo en el control de fronteras

 

Una inmigrante marroquí pasea por Talayuela (Cáceres), el pasado viernes.
 
En la última década, apenas se ha hablado de políticas de inmigración. Puede parecer un contrasentido en unos años en los que la inmigración como fenómeno ha copado agendas políticas y debates públicos. Pero se ha avanzado poco, por no decir nada, en el desarrollo de instrumentos que permitan hablar de gestión pública de la movilidad. En los sistemas democráticos, eso significa hablar de derechos (y sí, también deberes), libertades y garantías. 
 
La movilidad con derechos parece fuera del debate de las políticas públicas. Algunas voces abogan por la movilidad sin explicar cómo proteger a las personas de todo tipo de explotación; otras —las más— creen que sus derechos están amenazados por esa movilidad global. 
 
Este constructo no es gratuito: se ha ido conformando paulatinamente en la conjunción de dos tendencias. Una primera basada en el no hacer nada, en no querer hablar de cómo gestionar la inmigración, en no abordar cómo afrontar los miedos (en muchas ocasiones malinterpretados e intencionadamente alimentados) de una parte de la población a quien el mundo le parece que cambia a demasiada velocidad. Esa parece haber sido, en buena parte, la actitud de la socialdemocracia en el Norte a la hora de atender las políticas de inmigración: mejor no hablar del tema para evitar posibles costes electorales. La otra línea ha bebido de fuentes más conservadoras, y se ha hecho fuerte en problematizar y, en ocasiones, criminalizar al diferente. Usando discursos epidérmicos, el lenguaje nativista que confronta a un ellos amenazante frente con un nosotros amenazado ha ido calando en el debate público, en el que tampoco se han puesto sobre la mesa propuestas de cambio realistas y razonables, ajustadas a derecho (y a derechos) para gestionar la migración desde la res pública. 
 
Para no reconocer esta ausencia de debate, basado en premisas anticuadas, se ha vestido la acción pública migratoria básicamente como control de fronteras. Reforzando esta mirada basada en la seguridad que convierte la inmigración en amenaza se intenta hacer política migratoria desde la frontera. Un intento que no puede dejar de ser fallido, porque la frontera es una herramienta que, convertida en un fin en sí misma, se convierte en una distorsión más de la gestión ordenada de los flujos migratorios por la que aboga el Pacto Mundial de Migraciones. Esa disfunción provoca constantes vulneraciones de derechos y se convierte en un negocio sombrío del que se benefician unos pocos bolsillos a costa de muchas vidas. 
 
En la ausencia de políticas migratorias integrales que entiendan la movilidad como un fenómeno global, en la ausencia de una perspectiva nueva que supere arquetipos ya caducos, se mueven muchos proyectos de vida. Y se mueven, cada vez más, muchas vidas truncadas por acciones miopes que las dejan en manos de todo tipo de abusos. Levantar la mirada de la frontera es imprescindible en términos de buena gestión para garantizar, en democracias saludables, la protección de los derechos que hace ya 70 años se constituyeron como inalienables a cualquier ser humano.

 

Autora: Gemma Pinyol-Jiménez es directora de políticas migratorias y diversidad en Instrategies. Investigadora asociada GRITIM-UPF. 

Publicado en: El País

 

 

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